El 5 de junio es el Día Mundial del Medio Ambiente. No es una celebración, porque poco hay para festejar, pero sí es una jornada de concientización. El presidente norteamericano Donald Trump se asoció de manera literal: con el anuncio de su decisión de retirar a los Estados Unidos de los acuerdos sobre cambio climático puso de relieve que conciencia es lo que más falta. En quienes mandan.
Cada hora el tráfico de fauna silvestre le otorga un millón de dólares de ganancia a los que comercian ilegalmente tortugas terrestres, papagayos o cuernos de rinoceronte. Cada hora una minera a cielo abierto consume medio millón de litros de agua para convertir la montaña en oro para hacer lingotes. Cada hora los océanos del mundo reciben mil toneladas de plástico en forma de basura, en un planeta cuyos líderes arengan contra el uso de los combustibles fósiles. Cada hora desaparecen 400.000 árboles en el mundo para producir papel. Cada hora la atmósfera reciben cinco mil millones de kilos de dióxido de carbono que provoca el calentamiento global. Cada hora la selva amazónica pierde 60 hectáreas: el equivalente a 120 canchas de fútbol. Todo eso pasa en sólo una hora: incluso, multiplicada por 24, durante la efeméride que promete respetar el ambiente.
Una pregunta retórica. ¿Esto pasa porque quienes no deciden ni se benefician sino que se perjudican carecen de conciencia? Sea como fuere, los ciudadanos han aprendido más que los gobernantes, evidentemente.
No usar pieles
La población mundial aprendió que el consumo suntuario y fácilmente reemplazable de los tapados de armiño provoca la muerte a 140 millones de animales silvestres cada año, y que por cada dos animales asesinados para convertirse en estola hay uno que muere solo como efecto colateral. Entendimos que la lógica peletera ha llevado al borde de la extinción a la chinchilla, a la nutria marina y la boa curiyú, entre otros. Y que la introducción de especies invasoras con fines peleteros puede, como el castor en Tierra del Fuego o el visón americano en Europa, provocar daños ambientales mucho mayores que el hipotético beneficio económico planificado. Aprendimos que lo ambiental, además de un ejercicio de defensa de la naturaleza, es un valor. No hay ética que justifique en el siglo XXI matar a un animal para emperifollarse con su piel.
Usar la bicicleta
Gran parte de la humanidad comprendió que la bici es mucho más que un buen ejercicio para las piernas. Que es mucho más que el elemento más práctico para moverse en pequeñas ciudades o pueblos en los que el transporte es caro y escaso, el remise es un lujo, y para ir caminando es lejos. En las grandes ciudades, en las que hoy viven siete de cada diez argentinos, aprendimos que además del aporte a la salud individual y a la salud colectiva por el ahorro de combustibles fósiles, la bicicleta es un medio de transporte eficiente y no contaminante por tres poderosas razones: deja menor huella de carbono en su fabricación que cualquier otro vehículo, mejora la calidad del aire y, por sobre todo, hace a las ciudades menos ruidosas.
No cazar
Aprendimos que evolutivamente el hombre social cría animales pero no sale a cazarlos como un depredador salvaje. Que la caza tiene hoy como únicas finalidades la económica o la lúdica, a costa de otro ser vivo. Que, aunque no parezca, la caza contamina: sola la caza deportiva de palomas en la provincia de Córdoba deja sobre el suelo 400 toneladas de plomo por año, provenientes de los perdigones. Que la caza promueve el desplazamiento y la potencial desaparición de especies autóctonas para dar lugar a las que serán cazadas. Que da lugar al maltrato animal, como ocurre con los perros de cacería. Y aprendimos que ningún rey es más que un elefante.
Consumir responsablemente
Suele decirse que el día en el que los consumidores rechacen simultáneamente un producto por contaminante, la empresa que lo produce se hará a la fuerza más ecológica. Aprender a ser consumidores responsables supone elegir aquel producto cuyo proceso sea menos lesivo para el ambiente. Supone no comprar de más, principalmente comida, para no alentar el desperdicio o la sobreexplotación innecesaria de los recursos. Supone usar papel reciclado o postergar lo más que se pueda el reemplazo de aquel artefacto que todavía funciona, aunque no ostente el último diseño. Consumir responsablemente supone pensar por nosotros mismos y no por lo que nos imponen. Eso se aprende.
Reclamar la sustentabilidad
Si bien la ética es trascendente, es la economía la que define las formas de inversión y producción. Y es la exigencia del ciudadano, la que predispone a adoptar políticas sustentables. La sociedad debería exigir que los municipios recolecten la basura separada previamente, que no avalen el derroche de luminaria pública innecesaria o el desperdicio de agua corriente para regar los canteros de una plaza. Todavía es necesario entender que votar es imprescindible pero no suficiente y que el control por parte del Estado es mayor y más eficaz cuando hay una sociedad dispuesta a demandarlo.
Bajarse del auto
Es cierto que muchas veces contamos con la coartada que supone un sistema de transporte ineficiente y, para colmo, contaminante. Pero eso no alcanza para justificar el endiosamiento del auto particular como modo excluyente de movilidad. Su aporte en gases de efecto invernadero, su incidencia negativa en la salud pública, ya sea a través de los accidentes como del incremento del estrés, su relación costo-beneficio, en precio, en tiempo, en salud y en contaminación es cada vez peor. La población bien conoce estos factores, pero aun así no aprendemos a bajarnos del auto.
Fuente: infobae