HE DE CONFESAR QUE DE HABER SABIDO QUE ESTARÍA OCUPADA POR EL RESTO DE MI VIDA, HABRÍA PREFERIDO LA MUERTE’, DIJO UNA MADRE PRIMERIZA EN 1828.
En la actualidad existen dos conceptos diametralmente opuestos de maternidad que dominan la conversación en Estados Unidos. Por un lado, está la visión proyectada por las influencers de Instagram de la madre ideal con niños impecables y sonrientes en una casa con electrodomésticos de última generación. Y por otro, están las crudas verdades que profesan las comediantes y escritoras como Ali Wong, quien describió sus primeros días de maternidad como “un festival interminable de heces”.
Pero ahora les diremos lo que las madres primerizas necesitan saber: la tensión entre el ideal y la realidad ha existido desde hace más de 200 años. Desde el siglo antepasado, a las mujeres estadounidenses se les ha vendido alguna versión de la madre influencer perfecta… y siempre ha sido una mentira. Si echamos un vistazo a los diarios y las revistas para mujeres estadounidenses de clase media y alta, veremos que han estado hablando de la difícil realidad de la maternidad desde que se impuso la idea de que las mujeres tenían que sentirse realizadas con ser madres.
En la Edad Media, los adultos creían que los niños pequeños eran bestias infernales. En su libro, “The Cultural Contradictions of Motherhood”, Sharon Hays, socióloga, escribió: “Muchos educadores les recordaban a los padres que los niños tenían una propensión natural al mal”. En la Nueva Inglaterra puritana del siglo XVII y XVIII, los niños ya no se consideraban demoníacos, pero se pensaba que de manera innata eran pecaminosos y estaban lejos de Dios. Necesitaban la fuerte orientación moral del papá para vivir una vida adecuada, pues, aunque las madres eran alabadas por su fertilidad, se les consideraba demasiado sensibles para criar a los niños, señala Hays.
Las mujeres del Estados Unidos de la época colonial ayudaban a dirigir fincas familiares y pequeñas empresas, además, participaban activamente en las relaciones de vecindad requeridas para sobrevivir, comentó Stephanie Coontz, autora de “The Way We Never Were: American Families and the Nostalgia Trap”. Para cuando los niños tenían seis o siete años, también comenzaban a trabajar. El verdadero trabajo cotidiano de criar a los niños más pequeños quedaba en manos de los hermanos mayores o los sirvientes, si los tenían, y no había ninguna presión generalizada para sentir una dicha pura al cuidar a los bebés.
A medida que la producción económica se trasladó fuera del hogar, la familia inmediata se convirtió en una unidad separada, independiente de sus vecinos. Para inicios del siglo XIX, surgió lo que los historiadores llaman “el culto a la verdadera condición femenina”, que es la idea de que los hombres se enfrentaban al crudo mundo exterior moralmente corrupto donde se hace dinero y política, mientras que las mujeres, moralmente superiores, se mantenían puras en el hogar y la familia.
Puesto que las mujeres respetables, blancas, cristianas y de clase media, ya no tenían nada que hacer fuera de la casa, se esperaba que encontraran la plenitud y el poder en su papel de esposas y madres. Las mujeres blancas de la clase trabajadora y las mujeres de color fueron excluidas del culto a la verdadera condición femenina; siempre trabajaron y nunca obtuvieron ningún tipo de respeto social ni apoyo por la crianza de sus propios hijos. De hecho, a menudo se veían obligadas a abandonar a sus propios bebés para ayudar a criar a los niños de familias más adineradas.
Cuando el culto a la verdadera condición femenina comenzó a tomar forma, los manuales de crianza de los niños proliferaron. Estos manuales decían a las buenas mujeres cristianas que “todo sentimiento irritable ha de reprimirse…”, porque todo lo que una madre hiciera o dejara de hacer permanecería en su hijo “eternamente”, estropeando su alma, según “Modern Motherhood: An American History”, de la historiadora Jodi Vandenberg-Daves.
La presión por suprimir todos los sentimientos negativos, y al mismo tiempo criar hijos impolutos, empezó a afectar a las mujeres a mediados de la primera década del siglo XIX; sus diarios y cartas expresan emociones que podrían haber sido escritas la semana pasada, salvo por el lenguaje arcaizante. “Me temo que no soy muy benevolente con los bebés”, escribió Loula Kendall Rogers después del nacimiento de su primer hijo en 1864, “ya que en esos momentos desearía estar en ‘una casa de campo en algún lugar inhóspito, donde el llanto de los bebés nunca pudiera alcanzarme’”.
En su libro, “Scarlett’s Sisters”, la historiadora Anya Jabour describe la ambivalencia que Rogers sentía en privado hacia su hijo, los sentimientos “encontrados” porque este padecía de cólicos. También describe lo decepcionada que estaba Rogers con su marido ausente, pues esperaba que le ayudara más. Jabour cita a otra mujer, Laura Wirt Randall, quien está abrumada por las exigencias de su bebé lactante. “He de confesar que de haber sabido que estaría ocupada por el resto de mi vida, habría preferido la muerte”, escribió Randall en 1828.
Con el tiempo, la imagen de la madre ideal fue cambiando; los manuales victorianos para la crianza de los hijos que describían a una madre cuya “voz es siempre suave” y “su rostro siempre es amable”, luego se transformaron en la madre altamente eficiente de las décadas de 1920 y 1930, que no solo era la responsable del desarrollo moral de sus hijos, sino además la base de su salud física y psicológica. Las recomendaciones para padres se volvieron agresivamente científicas: los bebés debían alimentarse a intervalos estrictos y los pediatras debían dar seguimiento a su peso, lo cual ocasionó ansiedad en muchas madres. Vandenberg-Daves cita a una mujer que estaba tan preocupada por la calidad de su leche materna que la “atormentaban” visiones de su hijo contrayendo raquitismo y quedó “reducida a un estado de melancolía”.
Al mismo tiempo, la teoría freudiana advertía que era peligroso que los niños intimaran demasiado con sus madres y que no era correcto que estas esperaran veneración. Así que las mujeres perdieron el respeto que anteriormente habían recibido tanto de sus hijos como de la sociedad, explicó Coontz. Por la década de 1950, teníamos a las sonrientes e incansables Donna Reed y June Cleavers en la televisión en blanco y negro: “Invisibles, pero con manos para revolver el café”, como las describió Coontz.
Mientras Donna y June lucían radiantes, sonrientes y sin arrugas en las pantallas de televisión, la ambivalencia materna saltaba desde los diarios y las cartas hasta las biografías y los artículos de revistas. Para 1960, Coontz escribió en “The Way We Never Were”: “Casi todas las principales revistas de noticias usaron la palabra atrapada para describir los sentimientos del ama de casa estadounidense”. Los editores de Redbook hicieron un llamado para que las jóvenes madres les dijeran por qué se sentían atrapadas. Recibieron 24.000 respuestas.
La Donna Reed de hoy es la mamá influente de Instagram con un look playero, las encimeras de mármol Mont Blanc en la cocina y el vestuario perfecto en tonos ocres. Su poder cultural todavía amenaza con abrumar toda esa escritura divertida y realista, así como las actuaciones de madres como Wong, Angela Garbes, Nefertiti Austin y Amy Schumer, que están expandiendo nuestra estrecha y limitada definición de “madre ideal”.
Esto no quiere decir que todo sigue igual que en el siglo XIX; hay un diálogo mucho más prolífico sobre los padres que hacen lo que les corresponde en cuanto al cuidado de los niños, y las estructuras familiares diversas y no convencionales que son parte de la conversación cultural. Asimismo, hay conceptos como el trabajo emocional que están volviéndose comunes.
No obstante, es posible que siempre exista una versión idealizada de la maternidad, porque no se puede aceptar plenamente lo que significa cuidar a un bebé hasta que lo estás cargando mientras berrea en plena noche. Dado que ser madre se ha vuelto una decisión más activa para muchas mujeres de lo que había sido antes, la presión para encontrar placer en ello sigue siendo la norma. Y se supone que la familia nuclear debe seguir siendo capaz de criar a los niños sin ninguna ayuda exterior.
Cada nueva generación de madres necesitará la honestidad “sin pelos en la lengua” de sus pares; porque podemos hablar todo el día de lo difícil que es, pero las nuevas madres no nos escucharán sino hasta que lo vivan.
(Jessica Grose es editora en jefe de NYT Parenting).
c. 2019 The New York Times Company
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