El maratonista fue el primer atleta clasificado para Tokio 2020, una marca en la Maratón de Buenos Aires conseguida en septiembre de 2019; un atleta de elite que además sabe albañilería, electricidad, plomería, y pintura
Era 2006 y Joaquín se estaba yendo de la casa de sus padres en Esquel, Chubut. Ahora eran solo ellos: su novia, Alejandra Carinao, y su hijo recién nacido, Emanuel. Abandonó la escuela secundaria, dejó su hogar y buscó un trabajo, pero no quiso dejar de correr. El primer impulso fue seguir la herencia paterna: abuelo cartero, padre cartero, empezó a trabajar él también de cartero. “Pero no me gustaba”, reconoce Joaquín, que agrega: “Me tocaba llevar un telegrama de deuda y la gente me explicaba que no debía esa plata… al final se la agarraban conmigo”.
No funcionó como mensajero de malas noticias. Probó con el lado materno, el papá de su mamá, Daniel Toro, su abuelo, era albañil. Ahí sí le tomó el gusto, podía trabajar y seguir corriendo; no era fácil, pero podía. Agarraba changas, aprendía junto a su abuelo y manejaba un poco sus tiempos para entrenarse. Caminos de ripio, vías del tren, senderos de montaña, toda la geografía de Esquel -la ciudad chubutense que se recuesta sobre la cordillera-, le servía de pista de entrenamiento. Los paisajes son impactantes, el aire es puro como una nube y el cielo parece estar al alcance de la mano. Si no fuese por el frío que puede llegar a morder los huesos o el viento que suele perforar la piel, sería un lugar ideal para correr. “A veces se nos congela la transpiración en el gorrito y se hace escarcha”, explica Joaquín entre risas.
Un par de años más tarde, en 2008, nació su segunda hija, Maia, pero se peleó con su esposa, Alejandra, y se fue de su casa; de su casa y de su ciudad. Cruzó todo el ancho de la Patagonia y terminó en Comodoro Rivadavia, ahora casi 600 kilómetros pasaron a separarlo de su familia. Había conseguido un trabajo para venderle diarios a los petroleros, era buena plata: “No lo podía dejar pasar”.
A las cuatro de la mañana iba hasta la ruta a recibir los diarios. Ya no competía, estaba lejos del atletismo, “aunque siempre pensaba en volver”, afirma Joaquín. “Amaba correr: quería ser reconocido en las carreras importantes”. Pero mientras, tenía que mandar plata para Maia y Emanuel. “Hacía todas las madrugadas 8 kilómetros para ir a buscar los diarios, corriendo”, recuerda Arbe. “Todos me decían que ya está: te fue bien en el atletismo pero ahora tenés que trabajar”. Pero a no engañarse: él sabía que iba a volver.
Y volvió. Primero a la casa, con Alejandra, su mujer, y después a las pistas. “Hugo Guerra me dio una mano grande, me ayudó con las zapas y las vitaminas”. El año 2009 lo vio clasificarse en obstáculos al Sudamericano y al Panamericano junior en San Pablo: obtuvo un cuarto y un sexto puesto. Con zapatillas -en la pista-, y con las pantuflas -en su hogar-, ya daba pasos más seguros. “Hemos tenido muchísimas adversidades”, reconoce Alejandra, “pero siempre salimos adelante”. Ella también corre y entiende sobre esa vida paralela que llevan los atletas entre los sueños deportivos y la realidad cotidiana. Volvió a la construcción y de a poco pasó de peón a capataz. “Aunque todavía no me animaba a levantar paredes”, reconoce Joaquín porque “me salían medio torcidas”. Su familia le dio una casa para que pudiera acomodarla. “Empecé a correr a otro nivel, a ganar un poco de plata en las carreras de calle”, dice Arbe, “y a levantar cabeza”. Su nuevo hogar, seis por tres metros: “No podíamos tener seis sillas, entraban solo cuatro”, se ríe Joaquín, “igual nosotros éramos cuatro, ¿para qué queríamos seis?”.
“Joaquín siempre anda contento, es raro verlo triste. Piensa que las cosas pasan por algo y le pone mucho humor”, explica Alejandra. Y a la casa le puso humor y mano de obra. Albañilería, electricidad, plomería, pintura ya sabía. Pero para ampliar su hogar aprendió (y aplicó en su propia construcción), carpintería, colocación de Durlok y soldadura. “Tenía una idea aproximada de cómo hacer una puerta de madera, pero medio rústica”, reconoce Joaquín. “Y no quería que me quedara mal. Así que lo llamé a mi amigo Víctor, que él sabe bien”. Empezó practicando con las puertitas de la alacena y terminó haciendo todas las aberturas del segundo piso.
Sobre la soldadura hay una anécdota que incluye a un atleta olímpico, una lluvia de críticas en Facebook y una lucha contra los materiales en pos de hacer un asado. “Todo empezó así”, relata entusiasmado Joaquín, “para aprender a soldar en casa, hice una parrilla”. Subió orgulloso la foto de su primera obra a Facebook. “Pero me la criticaron por todos lados, principalmente que no tenía manijas”. Entonces le soldó las manijas faltantes. En el momento justo cae la invitación de Javier Carriqueo, dos veces atleta olímpico y récord argentino, para hacer un asado. Era la excusa para una nota que el atleta de Neuquén le hizo a Joaquín para LA NACION y para estrenar la parrilla. “Pero cuando llegamos al camping, el fogón donde iba la parrilla era más estrecho, no entraba”, recuerda Javier sonriente. “Ojo, lo solucionamos enseguida”, agrega Joaquín entre risas: “Con una piedra le arranqué las manijas”.
“Gracias a eso aprendí dos cosas”, reconoce Joaquín “a soldar, y que no hay que dejarse llevar por las críticas en el Facebook”. Y mientras construía su casa, también edificaba su carrera como atleta. En el camino al sueño olímpico se colgó del cuello más de cincuenta medallas de campeonatos nacionales e internacionales. Ha sido el mejor del país en distancias que van de los 800 metros a los 42 km, pasando por 1500 metros, 3000 con obstáculos, 5000 y 10000 en pista, media maratón y cross country; un mérito a nivel local para el asombro. La Maratón de Tres Ciudades y la tradicional A Pampa Traviesa tienen en común que algunas veces las ganó Arbe: la primera en cinco ocasiones; la segunda, en dos. “Pero la verdad es que para ninguna me entrené especialmente, fui porque había buenos premios en efectivo”, reconoce Joaquín. Mucho de esos premios ya están invertidos en materiales de su casa. Hasta que empezó a crecer en él el sueño olímpico.
“Me tenía fe para Río 2016 en 3000 con obstáculos. Estaba a 8 segundos de clasificarme, pero nunca se me dieron buenas situaciones de carrera”. Es entonces que pasó a soñar con Tokio. Y en 2019 transformó el sueño en acción. En marzo salió campeón nacional de 3000 con obstáculos y 5000 metros y subcampeón en 1500. Luego en agosto ganó (por cuarto año consecutivo) los 15km de New Balance, que es la antesala a la media y la maratón de Buenos Aires. Con la mitad del premio de esa victoria, Joaquín apostó fuerte, invirtió en un viaje que nunca antes había realizado y se fue a Cachi (Salta), a 2300 metros sobre el nivel de mar -quizás el mejor sitio para entrenarse atletismo del país-, a prepararse para cumplir su sueño.
«Acompañarlo en todos sus logros es lo más lindo”, reconoce Alejandra “aunque la peor parte es la ausencia. Porque no es que se va una semana o dos, a veces se va dos meses. Y cuando no está se nota mucho, porque Joaquín en la casa se ocupa de todo”. En Cachi, a 2600 kilómetros de Esquel se entrenó tres semanas y volvió a Buenos Aires a correr la media maratón. En la ciudad de la furia, a las 7.30, Joaquín celebraba su cumpleaños número 29 bajo el arco de largada, con 20.000 corredores más a sus espadas. Una hora, dos minutos y 56 segundos más tarde celebraría también ser el mejor argentino de la competencia y el segundo mejor de la historia, solo detrás del gran Antonio Silio. Aunque no había mucho tiempo para festejar ya que un vuelo lo esperaba, debía volver a Cachi; su casa en Esquel seguía quedando lejos.
Regreso a Cachi, correr 180 kilómetros por semana, tres semanas, volver a Buenos Aires. Largó la Maratón y estalló el reloj: 2h11m02s. Y hasta tuvo suerte, Alejandra ya estaba en fecha para dar a luz a su tercer hijo, Erick Mateo, pero aún no nacía. Si el avión se apuraba, Joaquín podía estar para verlo llegar al mundo.
Al cruzar la línea de la maratón, le contaría a LA NACION: “Nunca pude largar una maratón fuera del país, parece que la primera va a ser lejos”. Esa marca lo clasificó a correr en Tokio 2020, a correr su sueño.
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“Haberme clasificado a los Juegos te genera más demanda, a veces no te da el tiempo para estar en todo. Creo que hay que aprovechar y disfrutarlo porque es un momento único”, cuenta Joaquín mientras en ese instante, en su casa hay un equipo de producción filmando su día a día. También se lamenta por una situación: “Tengo como diez mensajes de chicos que están estudiando periodismo para hacer vivos por Instagram, el tema es que en casa la señal no es muy buena. Y a veces no es fácil encontrar una hora completa para estar quieto”.
Te contesto por audio, pero cuando Joaquín no esté -escribe Alejandra por Whatsapp-, no quiero que sepa lo que digo: “Olvidate, Joaquín es así, puede repetir lo mismo mil veces en una entrevista, pero no le va a molestar. Él siempre da una mano a todos los que tiene alrededor, nunca va a decir que no a alguien”.
“Es igual como atleta que como papá, si dice algo, lo hace, siempre cumple. Él nunca falta a entrenarse, pero tampoco quiere que falten Emanuel y Maia. Les inculca mucho cumplir con los entrenamientos, si ese día nadie los pueda llevar, ellos tienen que hacer los 3 km a la pista caminando”. “También trata que a los nenes no les falte todo lo que él no tuvo”. Y Joaquín entonces cuenta algo sin que Alejandra lo escuche: “Durante muchos años, no hubo nadie que me alentara a seguir corriendo, excepto ella”.
Los últimos días en Esquel antes de los Juegos fueron a las corridas, no solo por los entrenamientos, sino también porque quedaban algunos detalles de construcción en la pieza de los chicos. Previo a su llegada a Tokio pasó tres semanas entrenándose en la altura de Paipa, Colombia. Construyendo en sus piernas su mejor versión para correr la maratón que siempre soñó. Buscando afinar esa velocidad que también tiene para responder. Ante la pregunta de si es mejor constructor o atleta, no duda: “Soy mejor atleta, porque Juegos Olímpicos de constructor no hay”.