La batalla de las madres para que los feminicidios más crueles del país no se conviertan en una cifra más.
Se te van a acabar las lágrimas, pero lo que no se te puede quitar es la rabia, esa sed de justicia, porque el día en que eso se te acabe, hasta ahí vas a llegar y nuestras hijas se merecen justicia.
Araceli Osorio, madre de Lesvy Berlín Rivera Osorio, despierta cada día con esas palabras tatuadas en su memoria. No siempre ha sido fuerte para sostenerlas. Hubo un momento en que deseó que todo terminara, que cremaran el cadáver de su hija de 22 años y pudiera de una vez encerrarse a llorar.
Y estuvo a punto. Hasta que recordó que en México una madre no puede llorar. Todavía no. «Lo único que tiene mi hija para defenderse es su cuerpo», se repetía. Ya tenía todo listo para despedirse de ella, para olvidar su piel salpicada de moretones, heridas escamadas y aquel doloroso surco de un cable de teléfono en su cuello tan joven. Pero en un momento racional en medio de la tragedia, pensó que sería buena idea no olvidar nunca aquellas cicatrices. Y guarda las imágenes en su celular. Y le sirven para tomar fuerzas y gritarle a las autoridades que su hija no se suicidó. Que a su hija la mataron.
Con el cadáver de sus hijas en las manos todavía caliente, entregan las pruebas necesarias, presionan a las autoridades, señalan al asesino. No se fue con el novio, no era emocionalmente inestable, se moría de ganas de vivir, qué importa si estaba de fiesta, era solo una niña, no se lo merecía. El calvario de estas madres no termina con la sepultura de sus pequeñas. Acaba de comenzar.
3 de mayo de 2017: «Me va a hacer falta vida para descansar»
Araceli aprieta contra su pecho un relicario que guarda un mechón de pelo de Lesvy y una flor disecada que ella le regaló. Lleva siete meses aferrándose a la memoria de su hija para no tirar la toalla. Sus ojos son un grifo abierto, pero se empeña en seguir hablando, con tanta fuerza, que uno a veces se olvida de que está llorando.
«No podría irme a mi casa desde ese día 3 a encerrarme y dejar de buscar la verdad, porque si hubiera hecho eso, mi hija sería una cifra más de suicidio. Y además, el responsable estaría libre y esa persona en cualquier momento puede lastimar a otra mujer. Tenemos que hacer algo con estas muertes para que cobren un sentido», comenta a este diario.
Ha pedido una licencia en el trabajo para dedicarse completamente a la búsqueda de la verdad. Cada día acude a una audiencia, a una charla sobre feminicidios, organiza una manifestación. Esta pedagoga ha conseguido después de meses de batalla legal que el crimen de Lesvy sea considerado un feminicidio y que se investigue como tal. Ha soportado que la llamaran drogadicta, inestable y hasta que la culparan de su propia muerte.
La Fiscalía concluyó inicialmente que la joven de 22 años se había suicidado en una cabina de teléfono en presencia de su novio, pese a los numerosos cabos sueltos de aquella investigación. Araceli se encargó entonces de reunir todas las pruebas, de corregir el trabajo que había hecho el Ministerio Público. Y el pasado 19 de octubre un tribunal le dio la razón y el novio de su hija se enfrenta a un juicio por el asesinato de la joven.
«Si no hubiéramos hecho todo eso, el mensaje que hubieran dado las autoridades en México es que tú puedes venir a este país, puedes matar a una mujer y no pasa nada. No te van a juzgar con perspectiva de género, porque eso es absurdo», declara con firmeza.
En el país mueren asesinadas brutalmente siete mujeres al día, según las cifras oficiales. El caso de Lesvy, al ocurrir dentro de las instalaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México, en la capital, escandalizó a todo un país y movilizó a la comunidad universitaria.
5 de febrero de 2015: «No sólo asesinaron a mi hija. Nos mataron a todos»
En el escondite donde vive Lorena Gutiérrez, madre de Fátima Varinia Quintana, la humedad hiela los huesos. Hace meses que tuvo que abandonar todo, su casa, su trabajo, su familia, su vida. Después del brutal asesinato de su hija han tenido que desaparecer. La lucha por la justicia de Fátima les ha costado amenazas de muerte. Un día balearon su hogar mientras dormían.
El feminicidio de Fátima, de 12 años, fue uno de los crímenes más brutales del Estado de México. Tres jóvenes, uno de ellos menor de edad, arrastraron a su hija al bosque cuando regresaba de la escuela, cuando estaba sólo a unas cuadras de su casa. «Fue violada bestialmente, la apuñalaron más de noventa veces, le abrieron el pecho más de 30 centímetros, le cercenaron la entrepierna, le rompieron sus tobillos, fracturaron sus manos. Y mi hija fue una guerrera, lucho hasta el final, aún con todo eso no murió hasta que le arrojaron tres piedras de más de 30 kilos cada una, que fue lo que terminó con su vida», cuenta Lorena con los ojos muy abiertos, mientras golpea los nudillos con rabia contra la mesa de madera.
Cuando Lorena se percató de que su hija no había llegado a casa, corrió a buscarla. Y la encontró, semienterrada en la parte de atrás de la casa de estos chicos. Encontró el cuchillo con el que la cortaron, sus ropas ensangrentadas. Y los encontró a ellos. «Todo se lo entregamos a la Policía», recuerda. Pero aún así, uno de ellos, presuntamente ligado al crimen organizado, fue puesto en libertad. Y ahí comenzó la segunda parte de la pesadilla.
«No nada más asesinan a nuestras hijas, asesinaron a una familia completa. A 12 personas, cinco niños y siete adultos. Nos mataron a todos. Nos dejaron sin vida, sin libertad, Queremos recuperar nuestra paz. Queremos ser libres, porque aquí en México nosotros somos los prisioneros», cuenta. Todos están desplazados, no hablan con nadie, cambian la ruta cada día para regresar a su escondite y han gastado todos sus ahorros. Lo único que desea Lorena es sacar a sus hijos del país, ha pedido un asilo en Canadá.
Aunque uno de ellos ya está entre rejas y otro en un centro de menores, el presunto narco sigue suelto. Por las noches estudia el código penal y la ley estatal de víctimas del Estado de México. No duerme desde hace dos años y nueve meses para prepararse: «Voy a luchar por la justicia de mi niña, es mi misión en la vida. Pero también por las mamás de los feminicidios que no pueden hacerlo, por todos los casos que están ocultos, yo quiero ser su voz».
8 de junio de 2017: «Yo no la busco muerta. Yo la busco viva»
A Yaqueline Ortiz un hombre le avisó de que había un cadáver a unas cuadras de su casa. Se le erizó la piel y no quiso ni escucharlo. «Yo no la busco muerta. Yo la busco viva», se dijo. Y siguió corriendo. Valeria Gutiérrez, de 11 años había desaparecido unas horas antes. Su miedo más terrible le impidió comprender que aquel cuerpo sin vida era el de su niña.
Valeria se había ido con su padre, que tenía la custodia de la menor los fines de semana. La subió a una camioneta de transporte público y se perdió en el tráfico. Él pedaleó sin descanso detrás de aquella furgoneta. Sabía que no se lo perdonaría jamás. Y no lo hizo. Unas horas después apareció muerta en aquel vehículo. El chófer la había violado y asesinado sin piedad. «Tenía sólo 11 años», se lamenta Yaqueline.
Desde los primeros minutos, cuando fueron a poner la denuncia por desaparición, las autoridades les dijeron que se calmasen, que quizá «se había ido con su novio». No lo podían creer. «Tenía sólo 11 años», les repitió. Y Yaqueline siguió haciendo lo imposible para encontrar aquella combi. Imprimió volantes, recorrió las calles, movilizó a los vecinos.
«Yo les dije a los policías: Oigan, ustedes son los servidores públicos y es el momento en el que pueden hacer su trabajo. Y deberían haberlo hecho, pero no. Lo hicimos nosotros por ellos», recuerda.
Llamó a un negocio donde sabía que había una cámara de seguridad y encontró el vídeo exacto donde podrían observar la matrícula. Con aquello, las autoridades pudieron trabajar y dar con el asesino. Los vecinos y su madre encontraron el cadáver sin vida de la pequeña. «Cuando vi las bandas amarillas [cordón policial], ahí se acabó todo. Las ilusiones de mi pequeña, sus sueños, todo. Ha sido muy difícil, de alguna forma yo no estoy padeciendo el ir a los juzgados a señalarlo, porque lo encontraron y lo metieron a la cárcel», cuenta. José Octavio Sánchez, de 43 años, apareció ahorcado en su celda tres días después.
«No he podido unirme en la lucha de las otras madres porque es abrir cada día la herida. Me he cambiado de casa. Intento sacar fuerzas por mi hija de cinco años. Porque un día me dijo: «Mamá, Vale ya no está, pero yo estoy aquí». Y tiene razón». Y no la pierde de vista. Sabe que el miedo le acompañará para siempre: «Lo de los feminicidios lo veía tan lejos, muy lejos. Pero, de repente, te das cuenta de que están tan cerca…».
Fuente, El País.
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