Era una tarde de las más calurosas del verano que transcurre. La suma eficacia de los sombreros contra los ardores del sol era más notoria aún porque sus portadores son abuelos-jubilados de varias décadas sobre los hombros.
Rodeados de plantas de yerba mate y otras matas, en una chacra que atraviesa escabrosos terrenos y valles suaves, a cuyo fondo se insinúa el manso arroyo. Allí, en medio del paisaje, la casa solitaria de la familia Martínez. En ese lugar de rara magnificencia, la hermandad que construyen desde hace más de 60 años los amigos Antonio Ramón Sanabria (81) y Cosme Martínez (90) regalaba una foto impensada: azadas, foizas, limas y machetes en manos, limpiando el robusto batatal. Una práctica de ayutorio que ellos saben desde sus infancias.
Ciertamente Sanabria cada tanto se escapa del urbanismo posadeño para visitar al amigo y ex compañero de trabajo -en la mocedad vivida en la fábrica extractora de aceites de la cooperativa Oleaginosa Campo Grande- en los años 60 y 70 del siglo pasado. “Para despuntar el vicio”, sostienen al unísono.
Antonio mudó de casa en la periferia capitalina, para estar más cerca de sus hijas Roxana y Sandra. “Estoy más en el centro, allí me limitan seguir con la huerta y criadero que tenía en Santa Inés. Además con tanto calor ni las mediasombras protegen a las plantas. En aquel lugar tenía buena tierra, obtenía alimentos sanos, garantizados de bondad porque los sembraba y cuidaba yo mismo y cosechaba con mis manos. Nunca usé venenos de ningún tipo. El que se compra, no me garantiza la pureza que yo me daba en mi propia quinta. Estoy de visita a Cosme y su familia, lo encontré en su quinta y pedí una azada para ayudarle”. Los “muchachos” carpieron un rato más, luego alzaron sus herramientas y buscando sombra y tereré entraron a la casa familiar de Martínez.
Antigua amistad que los reencuentra de tanto en tanto. Rodeados y admirados por sus hijos, que respetan y entienden sus ansiedades. Sanabria extraña las rutinas de la huerta que -conseguida la jubilación- era su inversión de ratos ociosos. También le encanta ese “paraíso” de que se rodea el apreciado colega: altos árboles, verdes catedrales que forman una fresca isla allá abajo, los potreros claros que de tanto en tanto se manifiestan para contener algunos vacunos, pollos sueltos, en un lugar donde no mucho tiempo atrás se descubrían graciosos y salvajes venados. El lugar les infunde idea de espacio y grandeza, silencio, aire puro y bienestar.
“Lo hacemos para entretenernos, no nos falta nada, los hijos hacen los trabajos más pesados, carpir un rato bien temprano me hace bien, me despierta más”, reveló Martínez.
“Lo hacemos para entretenernos, no nos falta nada, los hijos hacen los trabajos más pesados, carpir un rato bien temprano me hace bien, me despierta más”, reveló Martínez.
“Me gusta tener lo que hago, si es posible quiero compartirlo con mis hijos. Hago solo, sin molestarlos a ellos”. Cada cual evalúa los resultados de esa “chacrita” que cada cual hace o hizo a estas alturas de sus vidas. Y porque no desconocen la dimensión actual de las cosas, apuntaron: “Debemos cuidar y querer a los árboles, ellos defienden estos lugares de las inclemencias de los vientos. Hacen los amaneceres más suaves. Nos damos cuenta de ello en estos últimos veranos, cuando experimentamos horribles tempestades y violentas lluvias de corto tiempo”.
Sabiduría de dos grandes maestros de la vida y del trabajo. Martínez y Sanabria compartieron tareas en la caldera de Oleaginosa Campo Grande; el segundo comenzó en Mado-María Magdalena- acopiando pepitas de tung en la descascaradora de la empresa Intercontinental, sobre las barrancas del Paraná. Por disminución de personal lo derivaron a la fábrica de Campo Grande. Allí conoció a Sanabria, desempeñándose cada cual en varios puestos.
“Se trabajaba todo el año, seis meses procesando tung y seis meses soja. Casi siempre nos turnábamos en la caldera. Eran trabajos rudos, intensos, de mucho calor y sudor. Muchos paraguayos, algunos brasileños. Había también trabajo para mujeres, ellas cosían bolsas que contenían el afrecho prensado que luego se enviaba a Buenos Aires para elaborar alimento balanceado. A veces nos separaban en diferentes puestos pero finalmente la vida nos reencontraba”, indicaron. Y si las circunstancias laborales no lo hacían, ellos se las rebuscaban. Con los años se hicieron grandes amigos. Trabajaban elementos insalubres, malos olores y ruido infernal: “Tragábamos el polvillo y la polvareda constantes”, cumpliendo horarios y turnos extendidos cuando debían cubrir ausencia de compañeros. Evocaron a Rogelio Dormond, hombre rubio, delgado y alto, gerente y jefe de producción, hombre enérgico.
“Se cobraba en tiempo y forma, en dinero efectivo ensobrado hasta con los centavos”, explicaron.
El ejercicio memorioso siguió por otros carriles. “Nosotros nunca disfrutamos un franco, cuando se paralizaba para hacer mantenimiento, nosotros tomábamos la changa de limpiar la caldera”.
Hubo pausa también para la ponderación mutua. “Cuando uno es joven tiene mucho espíritu emprendedor, uno sólo piensa en los hijos, por eso Sanabria mandaba con gran esfuerzo a sus hijos a estudiar. Lejos, con altos costos para las finanzas familiares. Pero logró lo soñado con su mujer: que los chicos tuvieran un título y se ganaran dignos lugares en la sociedad”, ponderó el amigo.
“No podemos hablar sólo de lo malo que superamos, también reconozcamos el costado positivo del quehacer. Nos entregaban un kilo de leche por semana, proporcionaban ropa de grafa cada seis meses; eso sí: no había feriados ni días santos”, relataron.
“Cuando se enfermaban mis hijos y me sorprendía seco, Martínez era mi auxilio. Él era soltero aún, ahorrativo y trabajador. Me prestaba sus ahorros para salvar mis urgencias”, rememoró Antonio. Entonces, Cosme sonriendo evocó su parte: “El hombre era muy cumplidor, apenas recibía su sueldo lo primero en hacer era devolverme lo prestado. Siempre puntual, infaltable. Una garantía”.
“Nosotros no somos parientes, fuimos apenas compañeros de tareas, pero la amistad que sembramos fue tan noble, tan responsable, que me veo obligado a cumplir con este ritual. Venir a verlo con su familia, me quedo dos o tres días, me cuidan como si fuera uno más. Lo mismo hacemos con él cuando viaja a Posadas. Porque en los momentos aciagos de la vida supimos tendernos las manos”, cerró Martínez.
Una forma de celebrar la vida
Reencontrarse con sus habilidades para laborar la tierra, evocando sus vidas en la fábrica con datos de una exactitud sorprendente. Modelos de perseverancia y de instrucción ganada en la práctica.
“Viejitos” -como dicen sus hijos- de figuras simples, agradables, con estilos rectos y expresivos. De ropaje sencillo, representando absolutamente la modestia y sonriente postal del presente a las décadas de cada cual. Enlazados en una mateada y reconvirtiendo sus historias ricamente bordadas de gratitud y compromiso.
Debe estar conectado para enviar un comentario.