Es difícil definir los méritos de la clasificación de River para la final de la Copa según lo visto anoche en la Bombonera.
No se vio al equipo que va a buscar los resultados bajo el respeto de “una forma”, como le gusta llamar a Gallardo a su propuesta de protagonismo, posesión, generación de juego y ataque, sino más bien a uno que casi no sostenía la pelota y que se dejó meter en su campo, con muy pocas chances de hacer el gol que habría dado sensación de serie liquidada.
Y no sería lúcido explicar la eliminación de Boca, ni juzgar el ciclo de Alfaro, por los 90 minutos de anoche. Si hubo semanas de especulaciones sobre qué actitud iba a asumir el equipo en el borde de la cornisa, la postura en la Bombonera fue bastante clara, y la cantidad de jugadores ofensivos, que aumentó a medida que avanzaba el partido, no amerita reproche.
El partido lo ganó y estuvo rondando más veces en la búsqueda del segundo que padeciendo el riesgo del contraataque liquidador.
En todo caso, por qué Boca tuvo tanto la pelota y jugó tanto en campo rival y no llegó a traducir eso en jugadas más netas de gol, forma parte de lo que no se descubrió ayer, sino de una dificultad estructural que acompaña al equipo: va primero en la Superliga con un promedio de un gol por partido. Tanta obligatoriedad de convertir, sumado al escalonamiento de River en su propia zona, potenciaron lo incómodo que se siente cuando debe hacer algo desacostumbrado, le cuesta crear jugadas y termina dependiendo casi exclusivamente de los tiros aéreos al área o a los grandotes.