«La amistad es la virtud más sobresaliente porque es desinteresada», decía Enrique Febbraro, un porteño que hizo de todo, y que pasó a la historia como el responsable de que todos los 20 de julio los festejamos con nuestros amigos.
El Día del amigo es un invento argentino, y así tiene que ser. Porque en nuestra tierra la amistad es algo más que un vínculo afectivo, es un objeto de culto. Ya es sabido que ese día es difícil encontrar mesa en un restaurante, que los abrazos y los besos abundarán de la mañana a la noche. Justo, justo, lo que ahora está restringido. Cuidarnos del contagio también es una muestra de amistad.
Vivíamos soñando en la sociedad del consumo, tentados por objetos que calmarían angustias y frustraciones, planeando viajes que achicarían distancias y brechas. Mientras crecía la marginación y el descuido del planeta. Y de pronto nos vimos confinados al perímetro de nuestra casa y a restricciones justamente opuestas a la saturación del deseo. Como un castigo, se ha dicho. Pero debemos estar atentos a las recriminaciones que trasforman a las víctimas en victimarios. Un virus fuera de control no es un castigo, es el resultante de una serie de fatalidades e irresponsabilidades globales.