Era el enviado especial de La Nación en la guerra de Vietnam. Lo mataron en 1968. Hoy hay indicios que refutan la versión oficial de su muerte que su propio diario se ocupó de imponer durante casi cuatro décadas. Un repaso por la vida breve de un periodista apasionado. De Buenos Aires a Saigón, la historia de Ignacio Ezcurra, con final abierto.
1. «Saigón, 8 de mayo. Correrá mucha sangre en mayo…». Esa línea, breve, inicio de un incompleto artículo apenas esbozado sobre una página en blanco, fue lo que encontró sobre la máquina de escribir de Ignacio Ezcurra un colega de la agencia France-Press, en la soledad de su habitación. Sobre la cama, papeles dispersos y apuntes desprolijos. «Es la habitación de alguien que ha salido apresuradamente para volver enseguida», describía la periodista italiana Oriana Fallaci, otra de las tantas que viajó hasta Vietnam porque allí estaba la información. Ignacio no estaba, no había regresado hacía ya un par de noches al hotel con el resto de los periodistas y crecía la incertidumbre. Lo habían visto la última vez dos días atrás, por la mañana, cuando se subió al jeep con un par de periodistas estadounidenses de Associated Press y otro de Newsweek para dar una vuelta por Saigón. En un momento, Ignacio pidió detener el jeep y se bajó en la intersección de las calles Mihn Phung y Luc Thin, una esquina del barrio de Cholón, uno de los más peligrosos de la capital vietnamita. A cinco cuadras de allí, el puente que conduce al delta del río Mekong. «Quería echar una ojeada», explicaron después los enviados que viajaban con él. Ignacio quedó allí, solo, y en el vehículo olvidó su casco con la palabra estampada PRESS, casi un salvoconducto o más bien lo único que lo identificaba como periodista en aquel infierno ajeno. Después, las sombras de la guerra se lo devoraron.
2. «Yo voy», afirmó, convencido como nunca antes lo había estado en sus pocos años como periodista. A su lado, el editor de Internacionales lo miró con escepticismo, sin creerse demasiado las ansias de ese joven redactor que insistía constantemente con el tema y que se ofrecía como voluntario a viajar al infierno de Vietnam por entonces. Varios intentaron convencerlo de cambiar de idea, pero con Ignacio no se pudo. Desde hacía tiempo que el tema lo había cautivado: leía, investigaba, se preparaba para un viaje que se postergaba cada día. «Quiero ir a Vietnam. Quiero ver lo que pasa, porque ahí hay algo que no es lo que dicen. Quiero ir y traer la verdad», le confesó Ignacio a su madre. Y de a poco, menos por convicción que por insistencia, le fue ganando la pulseada a editores, amigos y familiares y armó la valija para partir rumbo a Saigón como enviado especial del diario
n.¿Quién era este Ignacio Ezcurra, descendiente en línea directa de Don Juan Manuel de Rosas y don Bartolomé Mitre, quinto hijo de una familia de doce hermanos, nacido y crecido en San Isidro, que ahora festejaba en silencio la decisión de viajar a la boca del lobo? ¿Era el mismo Ezcurra que había ingresado a la redacción de La Nación apenas seis años atrás, a los 22 años, en la no muy auspiciosa sección de avisos clasificados, aquel que gustaba de trabajar descalzo y en las noches, de frente a su máquina de escribir, estallaba en un aplauso cuando capturaba ese adjetivo que encajaba justo en el párrafo final de su nota, y su risa chocaba contra el silencio gris del resto de los redactores? ¿Era ese el Ezcurra aventurero, alto y flaco, de mirada burlona, aquel que viajó a Brasil y Perú en moto, el mismo que atravesó «a dedo» con un par de amigos medio continente americano hasta llegar a Estados Unidos ocho meses después? ¿Era el mismo joven que de vez en cuando despuntaba su pasión por la fotografía y que se había casado, un par de años antes de su viaje a Vietnam, con Inés Lynch y ya había sumado a su familia a una nena de casi un año y otro que venía en camino?
Sí, era el mismo Ezcurra que una tarde, en la turbia calma de la redacción, se impuso con la autoridad de sus ganas y se ganó la autorización de buscar la visa para emprender la aventura.
3. «Hoy estamos perdiendo dos guerras, la doméstica, y esa otra desgraciada, injusta, trágica y sin sentido de Vietnam. Yo seguiré luchando, creo que el problema racial puede ser resuelto. Tenemos los recursos necesarios. Hasta pronto, lo vuelvo a ver en Buenos Aires… Es la capital, ¿no?», duda ante el grabador del cronista, Martin Luther King, el gran referente de la lucha por la igualdad de derechos de los negros en Estados Unidos. Pero se equivocaba Luther King, y se equivocaba por triplicado. Ni el problema racial podría ser resuelto en su país, ni viajaría a Buenos Aires jamás, ni volvería a ver a ese periodista que se cruzó en su camino en Washington para arrancarle un puñado de definiciones en 1967. Cómo curioso capricho del destino, Martin Luther King sería asesinado el 4 de abril de 1968. Su entrevistador, Ignacio Ezcurra, sería fusilado apenas un mes más tarde, muy lejos de allí.
La extensa investigación de Ezcurra en Estados Unidos sobre las distintas vertientes de la resistencia negra (que incluyó entrevistas con personajes del peso de Robert Kennedy y de Malcom X) había marcado el punto más alto de su breve carrera como irregular cronista de viajes. Había narrado el germen del odio creciente contra los blancos en las calles de Harlem y en los guetos de Detroit y Washington, había escapado por poco de las miradas iracundas que advertían su color de piel como una provocación, y había cuidado el relato de aquella insurrección desatada desde 1964 que ya se había llevado 140 vidas.
Ahora quería, necesitaba, aferrarse a un desafío, jugar sus cartas y lanzarse a una aventura en serio. Como aquélla que no pudo ser, cuando las miradas de toda la prensa internacional se posaban sobre la selva boliviana porque allí, se decía, estaba oculto nada menos que el Che Guevara. Ignacio, de hecho, había conocido al Che (o mejor dicho, a Ernesto Guevara de la Serna), durante un par de años de su infancia en Alta Gracia, Córdoba. Entonces, en la casa enfrente a los Ezcurra vivían los Guevara y la relación era muy cordial. Una tía de Ignacio, incluso, se casó con Jorge de la Serna, hermano de la madre de Ernesto. Ya en 1966, Ignacio pretendía viajar hasta la selva boliviana para rastrear los pasos de su antiguo vecino, como para responder, acaso, las bromas que le jugaban otros redactores por su relación con el Che: «Ignacio, ¿dónde está tu primo, el Che Guevara?», le preguntó jocoso un día el secretario de redacción. La respuesta de Ezcurra borró la sonrisa en la cara de su jefe y evitó que en la redacción se volviera a hablar del tema: «Si yo tuviera 200 periodistas a mi cargo, no haría esa pregunta».
Lo cierto es que Ignacio se quedó con las ganas de viajar hasta el escenario de los hechos, y tuvo que conformarse con escribir una breve semblanza sobre la muerte del Che, tiempo más tarde. «Mocasines, medias verdes. Argentino. Quién lo duda. ‘Blanco y delgado como un Cristo’, escribió un admirado corresponsal norteamericano, y el cable golpeó el corazón de cientos de miles de jóvenes que se debaten en busca de un ideal y que ya habían atribuido al Che contornos místicos. (…) Estaba muerto; y no su revolución, sino su aventura fue para muchos un motivo de envidia, a pesar de que estaba en una losa, rociado de balas», escribió entonces.
Lejos del laberinto boliviano, más lejos aún de la información directa, sin intermediarios, indignado por la negativa de sus jefes de permitirle el viaje al lugar deseado, Ignacio se juramentó entonces no dejar pasar otra oportunidad de lanzarse a la travesía allí donde pudiera. Vietnam surgió entonces, como un estigma, como el faro aventurero en medio de la oscuridad de un aburrimiento que ya era parte de la redacción en la rutina de todos los días. «Yo voy», se juró, entonces.
4. «Vengo a encargarte que cuides a mi familia», le pidió, medio en broma y medio en serio, a un amigo a poco de subirse al avión. «Me voy y no sé si vuelvo», insistía cada tanto. Ignacio tenía la mirada perdida en Buenos Aires, ya pensaba en Vietnam y en la guerra como único anhelo. Era el sueño de su vida. Y la ansiedad lo mataba. Se cansó de escuchar consejos y recomendaciones entre sus conocidos, pero ya, la verdad, no escuchaba. Sus oídos estaban entrenados para el fragor de la balacera en las trincheras, para el tableteo de las ametralladoras y el bullicio insoportable de los helicópteros. Atrás dejaba todo, pero ya no importaba. Adelante tenía la aventura, su desafío, la gran oportunidad, lo que tanto había esperado.
En abril, parte rumbo a París para acelerar los trámites de la visa. Ya está en camino. El 24 de abril de 1968, el avión que transporta a Ignacio y a otros tantos soldados estadounidenses rumbo al frente, avista el aeropuerto de Saigón. Fundido con la ventanilla del avión, Ignacio no se pierde detalle. La aventura comienza. Ignacio escribe: «De pronto el avión inclina la nariz e inicia un vertiginoso descenso en busca del aeropuerto. Ya volamos sobre Saigón. Rodean la ciudad fuertes de forma triangular, y se ven muchas casas quemadas recientemente. Pocos minutos después correteamos por el aeropuerto de Tan-Son-Nhut. Como también es base aérea militar está rodeada de barricadas de arena, alambradas de púas y erizado de ametralladoras. Nuestro avión rueda entre filas de cazas a reacción, resguardado cada uno dentro un cerco contra bombas, y cantidad de helicópteros. En la escalerilla nos detiene la explosión próxima de un cañón. La azafata, siempre sonriente, explica: ‘No se preocupe, es la guerra'».
Ahí estaba Saigón, la capital de la información mundial por entonces. El eje de la guerra de un pueblo por su libertad. Hacía tres meses que las fuerzas rebeldes de los vietnamitas del norte, al mando del líder comunista Ho Chi Minh, habían lanzado su contraataque contra los marines de Estados Unidos, como respuesta a la invasión por tierra, aire y mar, que ordenó el gobierno del presidente Lyndon Johnson.
Ahí estaba Ignacio, estirando sus piernas en la pista de aterrizaje, devorándose el horizonte repleto de tropas en movimiento, aviones y helicópteros llegando y saliendo del lugar, nublando el cielo casi con sus vuelos rasantes. A metros de allí, apenas, la guerra. Y claro, Ignacio no había viajado hasta allí para seguir las alternativas del conflicto desde la habitación de su hotel. Había que salir a las calles a buscar la información, había que aprovechar cada oportunidad que se le presentaba para visitar los frentes de combate y dejar registro de todo lo que allí acontecía. La guerra era, entonces, un monstruo de cien tentáculos que le permitía explotar al máximo su curiosidad y desarrollar sin titubeos su trabajo como cronista.
Sin la tecnología con la que hoy cuentan los corresponsales de guerra, el material que enviaba Ezcurra desde el frente de combate llegaría varios días después a la redacción de La Nación. De hecho, la primera de sus crónicas se publicaría en Buenos Aires recién el 8 de mayo, el mismo día de su desaparición, y el resto de las notas ocuparían la tapa del matutino en los tres días subsiguientes.
Ese fatídico 8 de mayo, La Nación eligió para su portada el título «Encarnizada lucha se libró ayer en Saigón», y más abajo, el artículo de su corresponsal: «Columnas de humo negro se levantan en el camino de Cholón, en el sector Sur, mientras se escuchan incesantes las ametralladoras y el cañoneo. La visión del lugar es horrible. Mientras llegan camiones y jeeps cargados con tropas, se les cruzan camionetas con la cruz roja y su carga macabra. Ya se calculan más de 1.000 los civiles muertos y heridos. (…) Todo el día de ayer fue un continuo fluir de despavoridos refugiados que cargando ropas y animales en canastas, bicicletas o motocicletas vinieron hasta el centro. Luego, las familias permanecían amontonadas y en cuclillas en veredas y plazas mirando al Sur la columna negra que consumía sus casas».
«A los primeros disparos aleteaban sobre el lugar los helicópteros y rociaban las casillas con metralla y cohetes. El Vietcong, con decisión suicida, contestaba el fuego. Y entonces, previo un aviso por altavoces, al que algunos civiles pudieron hacer caso y otros no, los aviones descargaban las bombas napalm. Cientos de casas de los barrios pegados al río y el aeropuerto desaparecieron. En las callejuelas que serpentean por ellos, están los cadáveres de combatientes, de civiles y de animales», relataba.
5. El Vietcong era la pesadilla cotidiana para el ejército invasor. Su velocidad de acción, el conocimiento del terreno, la inteligencia de sus jefes, el orden y la disciplina con la que se manejaban, el respaldo constante de los civiles y la justeza de su táctica guerrillera fueron minando la confianza extrema con la que las tropas que llegaban del otro lado del mundo pretendían imponer la fortaleza de su mayor armamento. Cada día que pasaba, era un pequeño triunfo para el Vietcong. Cada día que pasaba, crecía en Estados Unidos el malestar y las dudas por aquella guerra en un lejano rincón del planeta, desde donde ya no llegaban las noticias de grandes victorias militares sino las imágenes del descenso de cientos de bolsas negras con cuerpos de soldados estadounidenses a través de largas cintas transportadoras, de regreso en los aviones militares que llegaban de Saigón…
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada nº53)
Debe estar conectado para enviar un comentario.